La Bonarda es una de las variedades con más historia en nuestro país. Ligada directamente a la inmigración italiana de finales del siglo XIX, llega a nuestras costas junto a otras variedades peninsulares como la Sangiovese, la Nebbiolo, la Barbera y el Tocai, encontrando su terruño en la zona alta del rio Mendoza, los actuales departamentos de San Martin, Junin, Rivadavia y Santa Rosa.

Hasta la década del ‘80 se pensó que era una variedad puramente italiana, se creía que era igual a la Bonarda Piamontesa pero estudios posteriores demostraron que su verdadero origen está ligado a la Corbeau de la Savoie francesa. Sin embargo, esas dos zonas geográficas son vecinas, se encuentran separadas por los Alpes con límites culturalesalgo desdibujados, de modo que podríamos asumir que la Bonarda argentina proviene de una variedad francesa que también en Piamonte ha sido conocida con el nombre de Charbono y difundida en nuestro país bajo el nombre de Bonarda.

No bien pisa suelo argentino, en la segunda mitad del siglo XIX, la variedad empieza con el pie derecho participando muy activamente en desarrollo de la industria.  La planta adoraba el clima cálido del este mendocino, y esa comodidad se vió reflejada en su enorme vigor para producir racimos. En una época donde se consumía tres veces más vino que en la actualidad ese entusiasmo natural de la variedad por producir y producir, fue aplaudido.  Utilizada con el principal objetivo de elaborar vino a granel, generalmente actuando como “uva de corte”, la Bonarda fue haciéndose cada vez más popular. De este modo se fue transformando en la segunda cepa más plantada de argentina, después de la Malbec.

Desde el minuto uno, la Bonarda demostró una enorme capacidad de producción (rendimientos promedio de 100qq/por hectárea) y una gran adaptabilidad a nuestros climas y suelos (uva plástica, dicen los enólogos); pero no era todo: tenía una enorme capacidad para aportar color a los mostos y dar vinos suaves. Todo esto hizo que rápidamente se transformara en una cepa clave para producir vinos a gran escala. Pero paralelamente a este desarrollo también llegó el descredito y la subestimación.

Poco a poco se fue transformando en una variedad capaz de dar vinos clase B. Parecía que no había nacido para otra cosa que no fuera componer un genérico “borgoña” de dudosa reputación envasado en damajuana o esconderse detrás de una etiqueta de Malbec (que no era tal), o inflar el mosto de algún productor de Cabernets que se quedó cortito de uvas. Destino triste e injusto el que se fue tejiendo, siempre “detrás de”, oculta sombríamente en etiquetas de tintos de poco vuelo, su penosa realidad de princesa consorte tenía que ver con que diez años atrás todos conocían su importancia en el imperio de los vinos masivos, pero nadie daba un centavo por verla brillar como varietal único en una etiqueta, y mucho menos imaginarla produciendo un vino de alta gama.

Y llegaron los controversiales ‘90, y con él los grandes cambios de la industria. Nuevas técnicas, nuevas maquinarias, y nuevos consumidores cambiarían para siempre la cara del vino argentino, hacia adentro y hacia afuera, principalmente hacia afuera. El consumo del vino común fue mermando a medida que aumentaba la demanda de vino de alta calidad.  Para finales de década una cepa bordelesa de la que nadie hablaba demasiado, empezó a hacer batifondo, y los gurúes del corcho iban cayendo uno a uno a sus pies: la Malbec empezada su camino sin pausa hacia el éxito.

Era un momento clave para impulsar otras variedades que pudiesen acompañar y dar soporte a nuestra cepa emblema. Argentina necesitaba más oferta de vinos y la Bonarda tenía, por un lado la experiencia productiva que el mercado demandaba y por otro 16.000 hectáreas plantadas en plena producción. Había llegado su merecida revancha y el patito feo de la industria, comenzó a imaginarse Cisne.

 

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